Volodia

 

De camino hacia una frontera, ¿la frontera de la esperanza? No lo creo. Una frontera burocrática, de filas interminables, el umbral de la incertidumbre que neutraliza temporalmente el miedo que representan los misiles balísticos, los convoyes y la posibilidad de morir a causa de la tan temida artillería rusa. Tomo la carretera M11 después de esperar 3 horas para abastecer mi humilde pero fiel Lada Riva serie 21 en la ciudad de Leópolis. Mientras fumo, observo las volutas de humo que me recuerdan los momentos posteriores a la explosión de la Universidad Karmazin en la ciudad de Járkov, mi Universidad, mi ciudad. Por fortuna del destino, o quizá porque siempre estuvo escrito, unos momentos antes de la explosión había salido a  pasear a mi perro Volodia.

Todas las imágenes y videos que rápidamente se viralizan, no llegan a transmitir la vulnerabilidad que se siente en un momento así. Los misiles nos recuerdan lo insignificante que somos, lo pequeño que somos. Desnudan la miseria del hombre pero, sobre todo, del hombre moderno, un hombre mucho más complejo que el  medieval, que ya no se basta con logros y comodidades materiales. Un hombre al que se le pasa la vida corriendo en pos de nuevas metas que nunca terminan de llenarle. Y eso somos ahora todos los hombres.

 Ilusoriamente creí que la guerra ya no era posible en estos tiempos. Sin embargo, el interés y el poder siguen siendo los principios rectores de la ambición humana. Somos esclavos de nosotros mismos. Hasta ahora hemos demostrado que del pasado, nada hemos aprendido; de hecho, la situación sigue siendo la misma pero con más armas y recursos. Con la amenaza nuclear.

Cuando vi el establecimiento de la virtud, la igualdad, el baluarte del progreso donde seguramente muchos de los líderes que egresan de allí son los mismos que ordenan convertirlas en objetivos de fuego, decidí cargar mis pertenencias y salir de mi país cuanto antes. Un fiel amigo está esperándome en la ciudad de Cracovia. Horas y horas de carretera no hacen más que provocar un compendio de reflexiones en mi mente. Mientras intento sintonizar una radio de la zona continuo elucubrando reflexiones acerca de mi vida, de la dependencia de miles de vidas de solo un puñado de poderosos que definen y deciden los destinos de la humanidad. Va cayendo la noche y Volodia duerme en el asiento trasero, cada tanto se tira pedos y debo bajar la ventanilla porque el microclima se vuelve espeso. En lo que va del viaje, pasamos 3 columnas rusas en las inmediaciones de grandes ciudades; soldados y agentes apuntándome con rifles comparten conmigo un mismo origen, una misma tierra con sutiles diferencias. La riqueza está en la diversidad, sí. Pero temo que esa riqueza nos termine extinguiendo.

 La confusión mutua de miradas que parecen decir “¿qué carajos estamos haciéndonos?”. La guerra. Eso nos hacemos, eso que se justifica moralmente desde la época ateniense, eso que se sigue justificando en el mundo moderno de los derechos humanos. La hipocresía del mundo es lo que nos está alejando de nosotros mismos, nos hace extraños. Por eso sigo con Volodia, profundizando una relación con el ser más simple que tiene la tierra, que desconoce incluso lo que es la hipocresía, una relación de 15 mil años de antigüedad. Mi gran amigo y compañero, Volodia.

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