El Estatal

 

El horizonte siempre atrapa, provoca misticismo, nos abre las puertas de la inmensidad; ¿cómo podemos llegar a confiar en el mar?, ¿cómo algo tan tangible y a la vez no, puede contener tanta vida y sabiduría? ¿Acaso no somos lo mismo? Estamos hechos del mar, somos sus eternos hijos, somos mar cuando lloramos. El mar también puede ser peligroso, como la vida misma; hay que respetarlo, saber hasta dónde sumergirse, hay un límite que él nos pone. Y también hay bichos feos en él, como en la vida.

 Perdón, quería presentarme haciéndome pasar por poeta. Estoy en un momento donde quiero sentirme útil. No sé qué me hace pensar que escribir ciertos delirios mentales puede engendrar algo que valga la pena leer. ¿Acaso Tolstoi, Dostoievski, Proust, Balzac pensaban mientras escribían sus obras más famosas que iban a crear magnánimas piezas de arte que traspasarían generaciones y vivirían en la eternidad? ¿Tan poderoso es el simple hecho de escribir?   Yo creo que no es más que una canalización, una terapia que adquiere relevancia porque se postulan realidades, al menos eso decía el maestro Piglia de la prosa de Borges. No refleja la realidad, sino que la postula. Está en los lectores tomar las ideas, dejarse influir. ¿Qué sería de las obras maestras sin los lectores? De hecho, cualquier obra sin lectores no sería conocida. En definitiva, el lector es lo que la eleva, la dota de dicha condición magistral. Sin embargo, todo lo que han arrojado los grandes maestros de la literatura universal no son más que preguntas. Preguntas que adquirieron relevancia, preguntas trascendentes, porque esos maestros eran tan humanos como nosotros, sus lectores. Eso se siente bien, la única coincidencia que nos une a ellos, mínimamente, es que somos una indagación eterna.

En este momento estoy intentando ser creativo y, por ende, útil, para lograr terminar un texto que ni siquiera tengo en mente escribir. Aunque también sé que me expongo al ridículo por presentar tanto delirio inconexo. El tema es sencillo: el porro. Para dar una opinión fundada (aunque les importe tres carajos lo que pienso) voy a decir que es una droga un tanto subestimada. Mi gran privilegio, sin dudas, es ser un estatal bien pago que entre sus tantos gastos poco inteligentes compra marihuana de calidad. La calidad de esa, vamos a decirle, planta, es un arma de doble filo. Hoy, la elegí para el lado bueno, me puse a hacer yoga y a meditar pegándome un viaje de una hora y media a Saturno. Y también me puse a escribir una especie de diario íntimo de un boludo de 26 años que comienza a describir sus sensaciones más agudas. Creo que ahí está lo malo, en ser un boludo. Aunque en realidad se es boludo borracho, drogado y hasta dormido. Me da igual. Además, hay cosas más graves que ser un simple boludo. Hay boludos exitosos, boludos fracasados, creo que es una condición que no cambia mucho el curso de las cosas, salvo que seas un gran boludo. Todos tenemos destellos de ser grandes boludos en algún momento, pero después, a medida que uno va madurando con el paso de los años, la balanza se equilibra, somos sólo boludos. También están los que, progresivamente, son más boludos con el paso del tiempo. Entonces, cuando advierto que hay un gran boludo cerca trato de evadirlo. Es una concepción muy subjetiva, cada uno tiene su propio boludómetro, la riqueza está en la diversidad, los hay de todos los gustos. Para muchos debo ser un gran boludo que se fuma y se pone a escribir boludeces. En cuanto a los efectos negativos del inocente porro, es en donde pienso que se subestima a la florcita. El contexto es tan importante como la calidad de la flor. Yo soy estatal, tengo el privilegio de considerar sacrilegio el paraguayo prensado, de aborrecerlo. Me parece que no suma, que es de boludos. Pero bueno, no todo el mundo es estatal y tiene las posibilidades de comprar flores. Cuando tu mente está influenciada por un contexto negativo, es decir cuando no la podes controlar y te atormentan solo los malos pensamientos, el faso puede jugarte una muy fea. Te da la posibilidad (si no logras direccionar positivamente tu mente) de crear miles de escenarios mucho peores de los que en realidad estás viviendo. Es una abstracción negativa de la realidad. La intensidad de esos pensamientos puede pasarte facturas físicas en el medio del viaje. El corazón se acelera, la cabeza ejerce una presión inusitada. Algo de esto se da cuando la dirección del estímulo está equivocada, cuando el contexto negativo te influye tanto que ni drogado podes escapar y, sobre él, creas miles de situaciones ficticias que te hacen sentir mucho peor. Este es solo uno de los tantos panoramas a donde puede llevarte el charuto. Por suerte, esta vez, decidí comenzar a canalizar mi realidad personal, que no es más que la realidad de una comunidad, de un país. Eso de que vivimos en comunidad es cierto. Somos la gente que nos cruzamos, la gente que nos crio, la que nos hizo sufrir, la que nos hizo conocer sentimientos nuevos. Las personas se forman por influencias y, también, se transforman unas a otras.

Ahora, volviendo a mis privilegios. Me di cuenta de varias cosas que me beneficiaban de tal modo que me terminaron dando vergüenza. Todo surgió por una novela que leí un día del gran Charles Bukowski. Ese viejo borracho tenía talento para escribir, lo más gracioso es que escribía muy bien justamente por esa condición, porque escribió el Cartero jugando al piedra papel o tijera con la cirrosis, fanático del whisky y del alcohol en general, su fiel amigo. No me quiero hacer el Bukowski, jamás podría, pero el viejo escribió el Cartero trabajando para el servicio postal yankee. Un sector estatal. Pensé: "Puedo escribir algo parecido habiendo sido una sanguijuela estatal durante un tiempo, tengo miles de anécdotas para contar". Aunque les advierto, esto no es Bukowski ni mucho menos, es un intento de un promedio mediocre que paga sus impuestos y tiene una vida ordenada sin mayores sobresaltos.

Yo estaba en mitad de mi carrera, hubo un cambio de gobierno, un contacto que hice en la Universidad me metió como secretario privado en un Ministerio. Puedo decir, en líneas generales, que mi trabajo consistió en aprender a manejar una máquina de café y administrar una agenda. Como era secretario privado de una funcionaria de alto rango, hasta tenía un chofer que me llevaba a hacer los trámites. Los primeros días se sentían bien, a pesar del calor asqueroso y el edificio triste, de color blanco viejo, poca luz y ascensores defectuosos. Una vez leí un concepto de “modernizar el Estado”. Espero que lo primero que hagan si quieren “modernizar” sea poner en condiciones varios edificios para que se puedan habitar dignamente. Yo si fuera presidente, o si fuera un mega millonario amigo del presidente e inversionista, o sea, alguien incluso con más poder que él, invertiría en mejorar los edificios del Estado. Vamos a soñar. Imagínense una especie de Kremlin en la zona de Costanera Sur. Con modernos rascacielos, aunando varias carteras en edificios con sistemas inteligentes, totalmente digitalizados, con un buen funcionamiento menos burocrático. Con helipuerto. Desde los edificios se podría ver Montevideo. Con salida al río a través de un puerto bastante cheto. Algo así se podría haber hecho, ¿o no? Bueno, quizá no.

El edificio donde trabajaba era un antro, con empleados ya mayores, “los de planta” eran los triceratops del Ministerio. Les faltaba poco para jubilarse, toda una vida. Neuróticos todos. Imagínense ir a un escritorio durante 40 años y no hacer nada útil, pero no porque no quisieran, simplemente por el hecho de que no había nada para hacer. Los entendí tiempo después, cuando iba 3 meses en ese trabajo. 7 horas durante 5 días. Mi neutralidad física era escandalosa, no tenía putas que hacer. Recuerdo haber jugado un juego de ranking de capitales del mundo. Era un juego serio, jugaba gente de todo el mundo. Yo practicaba mucho. El juego me llegó a exigir más observancia y dedicación que el propio "trabajo". Llegué a liderar el ranking representando a Argentina durante una semana. De eso nadie se entera, no se lee en el Olé. Eran algo así de 80 mil puntos los que había logrado. El tema era no equivocarse al tildar, era por tiempo también. No alcanzaba con saber todas las capitales si no tenías agilidad con el mouse para tildar la correcta de manera rápida y efectiva. Obvio que lo más positivo que me llevé de ese lugar fue la alta cultura en geografía que adquirí. Sobre todo, en capitales. No quiero aburrirlos. Tuvalu: Funafuti. Isla Tristán Da Cunha: Edimburgo de los siete mares. Turkmenistán: Ashgabat. Era bueno. De hecho, era una habilidad que se conocía en mis círculos íntimos. Yo presumía de tener una memoria prodigiosa al nombrar todas las capitales, mis amigos no lo podían creer, se reían.

- ¿Dónde aprendiste todo eso? Sos un hijo de puta. - Me decían riendo.

- Por un simulador de vuelo que tenía de pibe- respondía un tanto sonrojado. Aunque me divertía presumir un poco de ese conocimiento totalmente intrascendente e inútil.

Por suerte mi pasado como aficionado de la aviación me llevó a tener un simulador de vuelo en mi PC de escritorio. Desde chico volaba por todo el mundo con escenarios que se acercaban bastante a la realidad. Aeropuertos de todo el mundo. Responsabilicé a este juego por el hecho de haberme traumado con todas las capitales. Me vino muy bien como excusa, ya que muchos de mis amigos sabían que tenía ese simulador. La realidad era que mi conocimiento superficial de algunas capitales se había optimizado a niveles exorbitantes gracias al juego que descubrí en mi trabajo en el Ministerio. Progresaba día a día, jugaba siempre entre las 9 y 11 am, cuando estábamos solo la PC y yo. Me había convertido en un freak geográfico. Me acuerdo que las computadoras también eran buenas. El mouse andaba bien. Eso fue clave para lograr conservar el puesto número uno del ranking durante una semana.

 Después había personajes interesantes, como Mónica. Uno de los triceratops. Ella tenía un régimen de asistencia pandémico, una adelantada podemos decir. Iba a trabajar dos o tres veces por semana. En realidad, iba a chequear el Facebook y a hablar por teléfono durante al menos, una hora. Después se iba a fumar. Una vez me pidió que le lleve un café. Lo interesante es que ella no era mi jefa, ni siquiera trabajaba conmigo. Pero me vio pichón y medio callado, su sueño seguramente haya sido tener una especie de secretario, algún tipo de súbdito.

-Nachito. ¿No me harías un cafecito?

-Pasa tranquila y hacetelo- le dije. Yo era pichón y callado, pero sabía bien a quien tenía que llevarle café y a quién no.

Ella estaba recluida en una oficina que quedaba justo detrás de la mía. Las oficinas estaban separadas por un vidrio con una persiana de aluminio, eso me permitía chismear lo que hacían todos sin que me vean. La Moni siempre firme con el Facebook. El resto tenía su propio mate y sus bizcochitos en sus respectivos escritorios. Eran alrededor de 8 personas hacinadas en una habitación de 35 metros cuadrados. Sin ventanas al exterior. No puedo dar certezas del número de empleados que se desempeñaban en todo el edificio. Yo sabía que había varias Monis en el resto de los pisos del Ministerio. Era un edificio viejo que tenía 10 pisos. No lo conocí perfectamente, pero me daba cuenta que había mucha más gente hacinada en el resto de los pisos con trabajos dudosos. Del 100% de la planta de trabajo, estimo que trabajarían (porque yo no trabajaba) alrededor de un 30%. Son solo suposiciones, me aventuro a tirar números. Yo veía una situación que se asemejaba a la anarquía laboral. No se fichaba, no se firmaba. Pero yo tenía la obligación de estar siempre a horario por ser tan cercano a la funcionaria y debía quedar bien. Pero la Moni, por ejemplo, caía a cualquier hora, pasaba una semana y no aparecía, después me enteré que conseguía licencias fácilmente, o por ahí se las daba ella misma. Las licencias tenían un aura de misterio. Cada vez que preguntaba porque se tomaba licencias, nadie sabía. La realidad era que la Moni, al ser una empleada de antaño, era la sheriff del lugar, ella hacía lo que quería, era una autónoma estatal. En la jerga se decía que “se manejaba”.

Después estaba Claudia. Era una empleada tan antigua como La Moni. Ella trabajaba en el sector Contable, que estaba al lado de la oficina en la que estaba yo. La cordura de Claudia la puse en duda desde el primer momento en que la vi. Era una señora de unos cincuenta y pico, próxima a jubilarse. Siempre con el pelo atado y flequillo con rulos, usaba anteojos. Yo llegaba siempre a las 8:30 en punto y el pasillo por el cual me dirigía hacia mi oficina pasaba enfrente del box en donde estaba ella. Cada vez que me veía, y esto era todos los días (si algo tengo que destacar de ella era su puntualidad y responsabilidad, al menos para estar en su puesto por si alguien, algún ser, le pedía algo) comenzaba a cantar el himno. Es decir, pónganse en mi lugar, llegan a un lugar de trabajo en el que no hay ni un alma, todavía medio soñoliento, y cuando la saludaba con un “Hola Clau, ¿Cómo andas?” su primera respuesta era: “Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad”. Era muy difícil. Lo hacía porque decía que nosotros éramos los únicos patriotas que respetábamos un horario, que éramos el pizco de responsabilidad entre tanta anarquía. A pesar de su locura, me caía bien. Era amante de los gatos y vivía sola. De vez en cuando había otra mujer a su lado que reía cuando veía que ella se levantaba para saludarme a su modo, es decir, cantando el himno. Inmediatamente después de entonar el himno, comenzaba a despotricar contra: las autoridades, sus compañeros, el tiempo y la falta de responsabilidad de la gente. Y, como todo buen empleado estatal, me ponía en autos con relación a todos los rumores del lugar. A veces me divertía.

También había un par de chicas jóvenes. Pero ya estaban en ese lugar hacía rato. Querían abandonar el loquero. Yo lo entendía. Y empecé a querer lo mismo cuando el juego de las capitales del mundo me empezó a aburrir. Eso sí, les tomé todo el café de arriba. Como éramos la oficina de la funcionaria más importante del lugar, teníamos una caja chica para gastos mensuales. El Estado es genial. Lo pagaban ustedes con los impuestos. Era la nescafé dolce gusto. Yo iba a comprar las capsulas. A veces nos afanaban capsulas de otros sectores. Por eso al poco tiempo con mi compañera, las escondimos en un armario bajo llave.

Mientras estaba en ese Ministerio, yo estudiaba abogacía. "Serás lo que debas ser, o serás abogado". Para mis padres era la gloria conseguir un cargo en la Justicia. La vedette del Estado; sueldos altos, 6 horas, buena cobertura médica, estabilidad. Éxtasis. Pero el ingreso allí era un poco más difícil, uno de los pocos logros de transparencia de la Procuración fue democratizar el ingreso. Más allá de esas victorias efímeras de transparencia institucional, había una clara intención política por parte de un sector para consolidar una comisión parajudicial que se había creado dentro de ese mismo organismo. El objetivo era que el partido político pueda tomar las riendas de un ala de la justicia. Manejar presupuestos, perpetuar direcciones, más gente, más sueldos y, obviamente, más Estado. Todo lo que pregonaba Montesquieu en su Espíritu de las Leyes, pero al revés.

Para ese momento ya me sentía culpable por un trabajo neto tan reducido. Comparando mi trabajo con el de mis amigos (la mayoría trabajaban en el sector privado) el mío no podía ser considerado tal. Recuerdo muchas veces mientras estaba en la oficina y no jugaba al juego de Capitales del Mundo, que intentaba crear en mi mente actividades laborales para después decir que es lo que hacía. Yo no podía decir que estaba desde las 8:30 de la mañana hasta las 16 horas en la misma posición, sin tener que hacer absolutamente nada. Era muy fácil, yo tenía que decir que acompañaba a la funcionaria a todas sus reuniones. Ella siempre estaba afuera, en otros lugares, reunida. Yo, a su lado imaginariamente. Le iba dictando en el auto las personas que iban a asistir a la reunión. Íbamos repasando el orden del día que requería cada encuentro con otros funcionarios y ministros. Recordaba las escenas de House of Cards, cuando Kevin Spacey va mirando al exterior por la ventana del auto mientras escucha los puntos más importantes de la reunión a la que se dirige de boca de su asistente más cercano, el peladito que era bastante forro. Mi coartada era esa.

 Como dije anteriormente, yo soy un privilegiado. Fui uno de los primeros empleados judiciales en la historia en ingresar de manera 100% transparente. Recuerdo claramente esos días en que me llamaron para la entrevista. Yo seguía trabajando en el Ministerio. Pululaba por toda la teta estatal, observando los mejores lugares. Los que se interesaron por mi curriculum eran el Fiscal y la secretaria de la Fiscalía 14. Les gusto el hecho de que yo vivía cerca, necesitaban que seas puntual porque no tenían personal de maestranza en esa fiscalía. Los "pinche" como le dicen a los pibes que tienen el cargo más bajo en el escalafón judicial, teníamos que limpiar los pisos, el baño, la cocina y dejar en condiciones todo el lugar para prepararse para el caos que empezaba a las 8:30 am. Este sector de la administración está en las antípodas de los Ministerios, en donde al día de hoy aún me sigo preguntando para que existen, que función cumplen, que hacían la mayoría de los empleados que compartían el piso conmigo. Acá en Fiscalia se trabajaba sin cesar, había una sobrecarga de laburo, de papeles, de caos, de gente. Era trabajo de verdad. Había preocupaciones laborales, sensación totalmente nueva para mí, después de esos impunes 7 meses en el que solo aprendí las capitales del mundo. En cuanto al trabajo en la Justicia, trabajaba en el fuero penal. Nosotros nos ocupábamos de los delitos que acontecían en la Capital Federal. Homicidios, abusos sexuales, lesiones graves, secuestros extorsivos. El trabajo era más que interesante. De tanto quilombo que había me daban causas para tramitar. Eran giladas. Giladas porque no me pasaban a mí. Hurtos, lesiones leves, no más. Yo lo que tenía que hacer era usar un modelo y cambiar los datos. Pero lo más interesante de esa labor en particular, que para todos era una mierda, eran las causas caratuladas como Muertes dudosas. Eran los viejitos y viejitas que quedaban secos en los colectivos o en la calle. Era un mero trámite que se abría solo para investigar si había algo raro en la muerte, cosa que nunca pasaba porque los viejos solo morían en la calle a causa de peritonitis, ACV, infartos de miocardio. Tenían la mala fortuna de quedarla en la calle. Nosotros abríamos una causa. El Cuerpo Médico Forense nos enviaba las fotos de los cuerpos. Los viejos mueren solos, con desconocidos alrededor, con un poli sacándole fotos para abrir una investigación sin sentido alguno. Yo tenía que pegar las fotos para armar el expediente y, sobre las fotos más explicitas, le pegaba otra hoja en blanco para taparlas. Era un pedido expreso del Fiscal. Al fin alguien cuerdo, pensé. Me pareció buena decisión. Una muestra de respeto por la vida de un ser que vivió, el respeto inherente por la sola condición de ser humano. Esa fue la primera impresión que tuve de mi jefe, el Fiscal. Era un gordo hincha de River que realmente le gustaba lo que hacía, pero estaba gagá. Con tanta carga de trabajo se estresaba, y a veces trataba mal a alguno de los empleados. Pero era considerado buen fiscal por el ambiente. Al menos un tipo honesto. Era raro encontrarse con alguien así en el Poder Judicial, un poder totalmente vertical, bastante machista, en donde se ve mucha arrogancia, sobre todo por parte de los funcionarios. Me parecía buen tipo hasta que se la agarró con uno de mis compañeros. Lo tenía de punto porque, supuestamente, no le gustaba la redacción de sus causas, le devolvía los expedientes todos tachados. En donde te marcaba el error tenías que doblar la hoja en el expediente y agregar la corrección en una hoja nueva. Y ahí enviársela para la firma. Ahí ya me pareció un gordo jodido. El pibe escribía bien, era un empleado de hace bastantes años y encima buen tipo. Pero bueno, volviendo a mi trabajo, yo estaba feliz. A pesar de que no paraba un segundo, el exceso de actividad me gustaba en algún punto. Después de haberme rascado los huevos 7 meses, me sentía el He Man de la justicia. Estaba convencido que, en ese sector del Estado, la gente se ganaba su sueldo dignamente. A pesar de que estaban chapas, trastornados, siempre con cara de culo y el entorno era una mierda, el laburo salía. Y no salía nada mal. Todo lo que pedía el gordo gallina el juez se lo firmaba. No recuerdo haber visto disidencias. La fiscalía estaba en la zona de tribunales, a pocas cuadras del Palacio de Justicia. Yo era el encargado de la remisión. Consistía en preparar las causas que la Fiscalía enviaba a los Juzgados con los que estaba de turno. Yo llevaba los expedientes en una mochila y con un carrito, era el prototipo judicial. Pibe de 22 años con camisa y expedientes. Me hice amigos en los Juzgados, eran chicas y chicos copados. Siempre charlábamos un rato mientras me recibían y sellaban las causas. Nos veíamos todos los días porque la remisión era todos los días. Salía a eso de las 10 de la fiscalía y volvía a las 13. Era un recorrido por toda la ciudad, porque también estábamos de turno con dos juzgados en Comodoro Py. Para mí mejor, yo andaba paseando con los expedientes por la ciudad y mis compañeros atendían la mesa de entradas. Yo odiaba la mesa. Ahí te trataban como a un perro. A veces de manera justificada. Venían las víctimas o imputados a pedir respuestas que habían solicitado hace mucho y nadie les daba pelota. Cuando iba a preguntar quién llevaba la causa número tal, todos se hacían los giles, no salía ni el gordo gallina a dar la cara. Entonces eras el blanco fácil de puteadas. Después te tenías que fumar la soberbia de los abogados que se creían Harvey Specter, pero en realidad eran unos viejos viagreros. "Quiero hablar con el fiscal", ni hola te decían. Y también estaban los enfermos mentales, gente de la calle que venía a consultar por una causa que habían tenido hace más de 10 años. A veces se ponían gedes, teníamos que llamar al policía de la entrada del edificio para que viniera a sacarlos. La mesa de entradas era bardo, problemas. Yo prefería ir a hacer la remisión con mis auriculares, sin presión ni nadie que te esté puteando.

Una vez el gordo gallina me llamó a la oficina. Yo estaba acomodando los expedientes por número para que vengan a llevárselos de la Dirección General de Archivo. Los preparaba para que una camioneta venga a buscarlos para dejarlos en un depósito eternamente. El Poder Judicial es líder en gastar papel, el funcionamiento es propio del siglo XIX. Yo mandaba fax desde el escritorio del gordo gallina muchas veces. Pensar que quizá en ese momento Elon Musk estaba diseñando un nuevo modelo de Tesla, ¿no?. Una vez que enviabas el fax tenías que volver a llamar para ver si el poli lo había recibido, cuando me confirmaba la recepción, tenía que preguntarle nombre y cargo, para dejarlo asentado en el expediente. Era como trabajar en otra época.

 - ¿Doctor, que necesita? - Al gordo gallina había que decirle así. Algunos lo llamaban por su nombre de pila, pero yo no tenía tanta confianza, y después de lo que le hacía a mi compañero era el gordo ortiva.

-Oíme, en la mesa hay una chica con su mama, tienen que ir al edificio del Cuerpo Médico porque tienen turno en cámara gesell. Te voy a pedir que las acompañes porque no saben dónde queda.

-Sí, doctor. No hay problema. Voy yo con ellas. -

 Era un caso sensible, las acompañe al cuerpo médico. La chica tenía 16 años. Los 10 minutos caminando hacia el lugar fueron sin emitir palabra. Se escuchaba el tránsito y la gente alrededor. Cuando volví a la Fiscalía le di una leída a su causa. La pibita había ido hacia la parada del bondi en Liniers. Era de día. Pasaron tres bolivianos en una Eco Sport y la subieron a la fuerza. La violaron. 16 años. En esos momentos pensé que en ese caso la justicia no alcanza. Esa animalada hay que penarla con la vida. Pero la facultad te enseña que sos un hombre de derecho. Que existe el derecho de defensa para todos. Así que a esos bolivianos le debíamos un proceso imparcial y justo.

Mi tiempo en la fiscalía 14 se terminaba. Mi contrato finalizaba a los pocos meses y necesitaba encontrar una fiscalía que busque personal. Era algo común en ese momento, había mucho movimiento interno. El ambiente con el gordo hincha de River estaba caldeado. Se había puesto de culo con más empleados. Cada vez tachaba más expedientes a más personas. No sabían que hacer. Yo, por mi parte, seguía con la remisión diaria y con alguna que otra causa de mero trámite. Tuve posibilidad de quedarme. Solo tenían que renovarme. Pero no lo hicieron. Las Fiscalías vecinas nos decían que la nuestra era una concesionaria. No paraba de entrar y salir gente nueva. Yo sospecho porque no me renovaron. Había una prosecretaria bostera que era más peligrosa que la mamba negra. Era joven, bastante arrogante y falsa. Una vez la stalkee. Como toda funcionaria judicial tenía álbumes en los distintos continentes, fotos en Hong Kong, navidad en Nueva York. La cuestión era que tenía una buena relación con el gordo, a pesar de que éste era gallina. Ese clásico tema de gastada laboral le venía ideal a la bostera que aprovechaba para joder y generar más confianza con el Fiscal. El gordo la escuchaba. Si algo tenían en común todos los empleados, era el rechazo a la bostera. Decían que era una mierda. Una vez me pidió que llame a una comisaría para pedir que periten una PC. Llamé y me acuerdo que me atendió una mujer. Le expliqué claramente en el marco de que causa llamaba. Le pedí expresamente que periten y manden. Peritar y mandar. Pero la mandaron sin peritar. La bostera enloqueció y me echó la culpa a mí. Ese fue el motivo por el que creo que no me renovaron. Quizá le fue con el cuento al gordo y le tiro malas referencias para que busque a otra persona, pensé. Nunca lo sabré. Algunos decían que el gordo se la enfiestaba de noche. Yo sinceramente no creo; la fiscalía era un fuerte de expedientes, no había lugar ni para tirarse un pedo. Y, sinceramente, no lo veo al gordo yendo a un telo con la bostera, y tampoco quiero hacerme la imagen. Me trasladaron a una Dirección de la Procuración, con un interinato indefinido y dos cargos más. Era una excelente noticia. Una vez adentro, la transparencia mermaba, un fiscal pedía algo y evaluaban el pedido, después le decían sí o no.

En la Facultad de Derecho había estado tres años en una pasantía. Fue mi primera experiencia laboral. Trabajaba en la biblioteca. Allí se publicaban las tesis y diversos libros de derecho. Yo tenía que hacer envíos, coordinar con editores, hablar con los autores. Fue mi primera experiencia de cerca con la esencia del estatal. Había un sector dentro de la facultad que se llamaba Economato. Le pedíamos insumos para la biblioteca. La mayoría de los insumos terminaban siendo para uso personal. Lapiceras, tijeras, hojas, cuadernos, resaltadores. Fue el primer sorbo del néctar público. A fin de año teníamos banquetes para todo el personal no docente. Me hacía acordar a los banquetes que hacían en Hogwarts. Los que comía Harry Potter. Mesas larguísimas llenas de comida en salones con piso de parque, siempre brillando. Si todo el erario público tuviera esa pulcritud seriamos un país nórdico, al menos desde un punto de vista higiénico. Después del almuerzo con la Decana, nos daban la caja navideña. Cajas bastante cargadas de chocolate, garrapiñada, sidra, maní, etc. La directora de la biblioteca estaba al mando, paralelamente, de la Dirección de la Procuración. Ella me consiguió el cargo indefinido. Me mudaba.

En este lugar comencé a ganar buen dinero. Tenía margen de ahorro. A medida que mi carrera judicial mejoraba, mi rendimiento académico se venía a pique. El titulo lo veía cada vez más lejos. Dejé materias, no tenía motivación, la profesión y la carrera no me llamaban en lo absoluto. Me preocupaba, pero por la salud de mis viejos, que eran los que me bancaban, por eso tenía bastante margen de ahorro. El trabajo consistía, en la teoría más específica, en dar instrucciones generales a los fiscales. Es decir, se trataban de unificar criterios de actuación ante determinadas circunstancias y casos. Nosotros teníamos que hacer un relevamiento y elevar informes con ese tipo de recomendaciones al Procurador. Era un trabajo de escritorio estricto, en donde los manuales de Derecho Penal iban a ser mis nuevos amigos. De alguna manera le iba a dar instrucciones al gordo ortiva, pensaba. Sería un pequeño eslabón para la producción de alguna instrucción general.

Nada de eso ocurrió en un año y 3 meses. Había llegado a un lugar en donde no había trabajo, nuevamente. ¡Pero es la justicia! Pensé. Con el gordo no paraba un segundo, en la justicia se trabaja. Bueno, pero no en todos los sectores. Esta dirección era un lugar que tenía un silencio hermoso, reinaba la paz y la oficina se caracterizaba por la higiene y el olor a producto para el piso. Podía ser un templo budista. No había mesa de entradas, no había tensión, no había remisión, no había griterío, literalmente no había nada. Tampoco trabajo. Encima el juego de las capitales estaba bloqueado, la red interna del organismo bloqueaba muchas páginas para evitar la dispersión de los empleados. En todo caso yo iba a representar al país en el campeonato de capitales. Pero no daba plantearlo.

Recuerdo que los trabajos que me pedían no tenían un fin en sí mismo. Yo los hacía, pero después nunca pasaba nada. Registré todos los fallos de la Corte Suprema durante la presidencia de Levene, un ex presidente del máximo tribunal durante la época menemista. Esos Excel me quitaron años de vida. Me los hacían hacer porque no tenían nada para pedir que valiera la pena. Eran documentos que nunca me supieron explicar los motivos de su creación. Quedaban en mi escritorio.

 Mi jefa se ocupaba de su vida académica, era una verdadera jurista, master en Harvard. Sin embargo, su desempeño en la Justicia es un misterio que pongo a la altura de aquel trabajo en el Ministerio, no entendía que es lo que hacía. Hablaba mucho por teléfono, miraba las noticias en su ordenador y daba conferencias por el país y el mundo. Es un cargo al que acceden los eruditos. Una vida dedicada a los estudios tiene sus recompensas. Comencé a preguntarme qué carajo vio en mí para llevarme a ese paraíso laboral. Yo no era brillante ni mucho menos, el derecho estaba lejos de apasionarme, sin embargo, insistió. Me decía que veía algo en mí. Le gustaba la adulación un poco, al fin y al cabo yo era tan falso como la bostera de la 14. Pero siempre fui un pibe respetuoso del interior. Eso siempre garpa. Podes ser una mierda de tipo, pero ser de pueblo te va a jugar siempre a favor cuando buscas laburo. Te da el mote de alguien tranquilo, chabacano, no sé por qué será. Yo conozco gente del interior que es más mala que Hitler.

El templo budista en el que trabajaba me permitió desarrollar mi interés por la lectura. De las 8 a las 10 estaba yo solo. La jefa y el resto de mis superiores dormían más. En esas dos horas me clavaba un café con leche con dos medialunas y leía los diarios. Posteriormente, seguía con alguna lectura que me exigían de la Facultad. Y después seguía con las lecturas que más me interesaban. En ese momento estaba leyendo a autores rusos. Los clásicos. Esas novelas psicológicas me gustaban mucho. Me parecía una manera positiva de contrarrestar mi inactividad. Yo siempre concebí la idea de que el cerebro es un músculo que se necesita ejercitar tanto o más que el bíceps o el tríceps, por ejemplo. Entonces esa era mi actividad hasta que llegaba la reina déspota. Ahí comenzaba la etapa de simulacro laboral. Era una etapa que consistía básicamente en actuar. Mi jefa pasaba por el pasillo hacia su toilette personal (porque había dos, uno exclusivo para ella y otro para sus lacayos) y tenía que pasar por la puerta de mi despacho (sí, tenía un despacho con una biblioteca grande). En ese momento yo miraba fijo al monitor, con cara de concentración para demostrar que estaba muy metido en la producción de un trabajo importantísimo que sabíamos todos que no tenía. Ella no decía nada. A veces de tanta inactividad me ponía a acomodar la biblioteca. A ella le gustaban esas cosas, la oficina y todo su funcionamiento tenían como principio rector el orden. Entonces creía que eso sumaba.

 El mismo horario que hacía yo, lo hacía Martín. Él era ordenanza del lugar, en teoría tenía que ocuparse del mantenimiento de la oficina. Sin embargo, era el asistente personal de la Fiscal. Lo veía pasar con ropa que traía de la lavanderia, le pagaba las cuentas, le buscaba la comida, entre otras tantas cosas. Eso sí, el horario de Martín se respetaba a rajatabla, estaba 6 horas clavadas, ni un minuto más ni un minutos menos. Él vivía en Moreno, tenía un viaje de dos horas de ida y dos de vuelta, todos los días. Antes de este trabajo en la Justicia, se dedicaba a la albañilería, hacía piletas de material. Ahora era un asistente personal de una funcionaria judicial. El caso de Martín es un caso interesante, me parecía que era un activo importante para la administración. Una persona muy responsable que cumple su trabajo cabalmente, siempre cumpliendo con sus obligaciones. El ingreso a este puesto de trabajo le permitió cortar una tendencia familiar cuyo destino siempre fue el hombreo de bolsas en el puerto. Como lo hicieron su padre y su abuelo. Martín había logrado evitar ese destino difícil, aunque no menos digno, de trabajo portuario. A diferencia del tipo estatal de personas como La Moni, yo creo que Martin era un tipo estatal difícil de conseguir en los diferentes organismos. Responsable, respetuoso y trabajador, consciente de sus beneficios bien merecidos. Formaba parte de un porcentaje bajo, yo no creía que hubiera muchos más Martín en el resto de las áreas.

Martín era el tipo de persona que yo siempre envidié. Tuvo una infancia difícil en la que tuvo que dejar la escuela y empezar a trabajar desde muy chico. Eso lo curtió. Era un tipo grande y robusto, sus amigos le decían el negro por su color de piel bien marcado. Sabía hacer de todo, pintaba, tenía conocimiento en plomería, hacía arreglos caseros de todo tipo, él siempre se las ingeniaba. Para mí esas personas son muy valiosas. Tienen un valor agregado porque siempre van por la vida resolviendo, no complicando. Por eso me parece que es valioso para un trabajo en el sector público. Ante tanta desidia y poco trabajo, esas personas son las que suman, o al menos están listas para solucionar problemas. Él era ese tipo de empleado, callado y cumplidor, sin embargo, estaba dedicando su fuerza de trabajo a asistir cual esclavo asiste a su amo. Me parecía grosero en algún punto que, utilizando fondos públicos, usen a Martin como asistente personal, era un desperdicio. La envidia a Martín viene por mi propia inutilidad, algo que no pude adquirir de mi papá que siempre fue muy dado para esas cosas. Yo siempre me mantuve alejado de ese tipo de trabajos, no me gustó nunca mancharme las manos, ni tenía paciencia para arreglar cañerías, llaves, piletas. Siempre fue más fácil llamar a alguien para que venga a resolverlo por mí. Un verdadero inútil. Lo que me permitía llamar y no dedicarme a arreglar todas esas cosas fueron los privilegios de clase que siempre tuve. Algo que alguien como Martín, jamás conoció. Yo siempre pude elegir. Y como dije, no era boludo, esos trabajos los evitaba, no me involucraba, ni siquiera para ayudar a mis padres con alguna cuestión que podía surgir en mi casa.   

 

El microclima laboral era bastante raro, la Fiscal estaba desequilibrada, era como una lotería porque no sabías como podía llegar a tratarte cuando abría la puerta. En total éramos 5. La reina déspota y sus cuatro lacayos. La obsecuencia estaba siempre latente. Los viernes almorzábamos juntos, tomábamos vino y pedíamos comida en un restaurant de comida árabe/armenia. Las charlas eran interesantes, pero siempre iban en la dirección que la reina déspota indicaba. Había pocos momentos en donde uno se encontraba descontracturado, la jerarquía marcaba límites infranqueables. Más allá de eso, mi relación con la fiscal era muy buena. Era una persona muy culta, con mucha cabeza, una verdadera jurista. Había construido su carrera en un ambiente dominado por los hombres, había trabajado con jueces misóginos, maltratadores, machistas. Como dije, el derecho penal siempre se caracterizó por eso. Sin embargo, ella había soportado los golpes y ahí estaba, con un nombre ya establecido en el ambiente judicial y académico. Sus estudios eran el soporte de todo. Yo con ella hablaba bastante; de música, de viajes, de literatura, política. En los desarrollos de esas charlas siempre se hacía un lugar para denostar a alguien, podía ser una crítica a un escritor, a un músico, o a cualquier persona que a ella se le cruzaba por la mente. Cómo toda reina déspota, tenía ciertas manías que nosotros, los lacayos, debíamos respetar a rajatabla. En los almuerzos de los viernes los platos tenían que ser todos iguales, no podía haber uno diferente al resto. Muchas veces advertíamos eso antes de que venga a sentarse y corríamos a buscar el plato correcto para que la mesa quede armonizada y ajustada al parámetro visual de la reina. Los niveles de persecución que se manejaban en esa oficina eran llamativos. Lo primero que me dejaron en claro cuando llegué fue que lo que se decía en la intimidad de la oficina, no se podía reproducir afuera. Realmente no había nada sensible para contar, no manejábamos causas, no teníamos una actuación activa en el funcionamiento de la justicia, tampoco éramos una Dirección mediática que tuviera notas en portales o diarios importantes por su actuación, justamente porque la actuación era nula. O al menos yo no formaba parte del trabajo real que se haría en ese lugar y que nunca me enteré. En un momento sospeché que mi jefa era algo así como una agente de inteligencia, que todo era un montaje, una fachada para que ella pueda hacer su trabajo de manera tranquila. Después descarté la idea cuando conocí a miembros de su familia. Su marido trabajaba cerca, también abogado. Era un pelado que se dedicaba al ejercicio de la abogacía, litigaba, hacía el trabajo real. En el ambiente se sabe que una vez que obtenes tu título de abogado y decidís ponerte un estudio jurídico para comenzar a representar clientes, te esperan, como mínimo, tres años de lucha por un dinero digno que te permita vivir medianamente bien y cumplir con tus deberes impositivos. “La calle está difícil” se dice, porque el joven profesional de las leyes tiene que salir a cazar clientes, tiene que salir a generar un nombre en el mercado que tenga proyección para crecer y generar clientela y flujo de juicios y mediaciones. Los grandes bufetes se forman de esa manera, carancheando en los tribunales, en las mediaciones laborales, en el barro; el lobby. Pero si te queres ahorrar todo el barro y el sacrificio de buscar tus clientes y tus causas, siempre está la posibilidad del dinero fácil y la tranquilidad: el Estado. Sin embargo, el pelado decidió avocarse a la libertad del ejercicio de la profesión, a ser el dueño de sus horarios. Pero su gran pasión era la música. Había estudiado guitarra en Estados Unidos mientras la reina déspota se especializaba en Harvard. Era un tipo callado que venía cada tanto a almorzar los viernes. A veces se hacía el boludo y no pagaba el almuerzo. También conocí a una de sus hijas, a sus dos sobrinos y su hermana. Me pareció una actitud que no era propia de una agente de inteligencia, salvo que todas esas personas que presentó en sede laboral también lo fueran, niños inclusive.

En esta dependencia conocí la complejidad extrema de los oficios. En esos oficios generalmente la fiscal solicitaba algo a los altos mandos de la Procuración, cuestiones de presupuesto, personal, y también hacia algún que otro giro de un expediente administrativo a otro sector. La redacción de esos oficios, hechos muchas veces por mí, eran una utopía. Los criterios de redacción, que debían ajustarse a los de la reina déspota, eran muy variables debido al humor de la propia fiscal. Por más que teníamos muchísimos modelos que ella había firmado anteriormente, siempre aparecía un elemento nuevo que a ella no le convencía. Podía ser una coma, un punto, una palabra, una oración. Siempre había algo nuevo que no cumplía con sus parámetros gramaticales. Era más burocracia dentro de la burocracia. Era imprimir un papel una y otra vez, hasta 10 veces. Por un oficio. Yo no podía entender como una persona con tanto estudio y tanta experiencia pudiera detenerse tanto tiempo en algo que no era lo verdaderamente importante, demoraba la salida del poco trabajo que había. Una vez, en un escenario que se asemejaba al sketch de la empleada pública de Gasalla, llegamos a ser cuatro personas verificando la redacción de un oficio, viendo que los márgenes coincidan, que la fecha esté alineada con el texto principal, que las comas ocupen el lugar indicado, etc.

-Ignacio, le aclaro que nosotros hacemos esto porque tenemos tiempo, si no lo tuviéramos, esto ya hubiera salido- Dijo ella.

Yo no sé si la aclaración me dejó más tranquilo o más preocupado. Por un lado, era bueno saber que ella también se daba cuenta que lo que hacíamos con los oficios era una pérdida de tiempo totalmente injustificada, era una concentración en las formas, en lo más superficial. Por otro lado, era una afirmación tácita de que estaban más al pedo que bocina de avión. Los oficios eran una manera de entretenerse, algo así como el juego de las capitales del mundo para ellos. De alguna manera era así; el problema es que se trataba de funcionarios judiciales con sueldos altísimos cuya preocupación más grande era poner una coma allá u otro punto acá. Yo así también podía ser Fiscal. Aunque lo más curioso era la autopercepción de trabajo intenso que mi jefa y mis compañeros tenían, algo totalmente contradictorio teniendo en cuenta la afirmación que había hecho mi jefa, en donde, a su manera, me dijo que estábamos muy al pedo y teníamos tiempo de preocuparnos por las comas y los puntos. Ellos siempre decían que estaban con mucho laburo, yo por dentro no podía entenderlo. Laburo es otra cosa, pensaba. Sus expresiones siempre eran de cansancio, de agotamiento. Yo pensaba que el arribo a la sede laboral era para ellos el relax necesario para contrarrestar el estrés que le provocaban sus respectivos hogares. Era imposible estresarse en un lugar en donde reinaba la paz, el timbre y el teléfono no sonaban, se comía buena comida y se sentía el aroma del palo santo que la reina déspota encendía -yo odiaba ese aroma- para generar un clima propio de un retiro espiritual.

Pequeñas actitudes que iba a apreciando a medida que pasaba el tiempo en ese lugar, confirmaban mis sospechas de que la cordura también era inexistente. Una vez tuve que ir a hacer un trámite a la sede central del organismo para incorporar mi título de abogado a mi legajo (Sí, me recibí). Conseguir el título físicamente, trabajando en la justicia, es mucho más importante que terminar de rendir la última materia. El Estado nos da un premio al esfuerzo y, sobre nuestro sueldo, nos pagan un 25% más. Es la motivación perfecta para no bajar los brazos y seguir hasta el final. De hecho, fue la única motivación que tenía ya que no me gustaba lo que estudiaba. Esto me lleva a preguntarme si todo el mundo tiene pasiones. ¿Es algo que viene con nuestra condición? Los seres desapasionados, que no se interesan por nada, ¿tienen la pasión escondida en un cajón bajo llave en lo más profundo de su ser? ¿Cuál es el porcentaje de personas que encuentra su pasión? Son respuestas que aún no he encontrado, pero de lo que estoy seguro es que me deje llevar por motivaciones efímeras que me condujeron a conseguir algunas cosas importantes para poder desarrollar mi vida de manera cómoda. Es decir, tengo un trabajo, un título, pago un alquiler y me concedo mis gustos sibaritas. Pero que hubiera pasado si la motivación efímera hubiera ido por el lado de la naturaleza y hoy fuera un hippie feliz viviendo en el Bolsón, fumando faso y viviendo de las ofrendas de la naturaleza. Sin dudas la normalidad/comodidad es sensiblemente subjetiva.

Dirigirme a la sede de la Procuración implicaba salir de mi oficina. Al no tener nada que hacer, podía hacerlo durante mi jornada laboral. Obviamente requería de un permiso previo que el Prosecretario Letrado (segundo en la jerarquía de poder) debía darme ante la ausencia de la máxima autoridad. El prosecretario era una persona muy particular, un lazarillo de la líder, su esclavitud era más intensa que la de Martín. Para graficarlo mejor, les sugiero que imaginen al señor Smithers, el prosecretario era su fiel reflejo. Obediente y adulador ayudante de la reina déspota. Era una persona joven, de unos 45 años, pero su cuerpo era propio de un hombre de 60. Usaba anteojos con los vidrios más gruesos que jamás había visto. Era como si tuviera dos lupas. No hacía deportes y decía que no se animaba a caminar por la vereda porque había muchas baldosas rotas que él no advertía y que podía caer al suelo por ello.

Obtuve el permiso para hacer el trámite personal, solo tenía que ir y volver. En una hora ya iba a ser historia.

-Sí, Ignacio. Anda tranquilo, no hay problema- Esas fueron sus palabras en respuesta a mi planteo.

Emprendí el camino hacia el lugar. Caminando con mis auriculares puestos y disfrutando de la vitamina D. Hacía un día increíble. La caminata por la vorágine de la ciudad me hacía acordar a la remisión que hacía para el gordo ortiva de la Fiscalía 14, sólo que esta vez sin carritos ni expedientes a cuestas. Todo iba de maravillas hasta que Spotify dejó de reproducir para dar lugar a una llamada. Era el prosecretario lazarillo.

- Hola, Ignacio. Mira, yo no te había comentado, pero hay una nueva disposición que la Doctora puso para los empleados este año. Y es que los trámites de carácter personal se realicen fuera del horario laboral. Así que en cuanto puedas, te pido que vuelvas.

-Sí, está bien. Hago rápido y me vuelvo enseguida- Respondí.

- Bueno, gracias Ignacio.

En ese momento lo primero que pensé fue que la reina déspota había llegado fuera de sí a la oficina y había visto mi silla vacía. Lo que la puso aún peor. No cabía otra posibilidad en mi cabeza, sobre todo porque había pedido permiso al lazarillo que no dudó un segundo en dármelo. Enseguida aceleré el paso y me tomé un taxi para llegar y someterme a los gritos de mi jefa que, no tenía dudas, descargaría su furia conmigo. Cuando llegué, el templo budista estaba en su estado habitual, era todo armonía y, de hecho, todo seguía igual, no había llegado ni se había ido nadie. La jefa, no estaba. Comencé a analizar la situación y llegué a la conclusión de que el lazarillo era un gran boludo, de esos boludos progresivos que van adquiriendo más boludez a su andar y desenvolvimiento, dueños de una condición que el resto ve y comenta.

¿Por qué carajo me dio el permiso para salir sabiendo de esa “nueva disposición” de la reina? ¿Lo hacía de jodido? ¿Recordó estas “disposiciones” nuevas una vez que me otorgó la autorización para irme? De nuevo, nunca lo sabré. Las únicas certezas que tenía después de todo eso era lo gran boludo que era el Prosecretario y la falta de cordura generalizada que había en ese lugar, en el que cada vez me sentía más a disgusto, con personas que eran muy diferentes en sus manejos y sus formas de ser a lo que yo era.

Mi inactividad se hacía cada vez más evidente, no tenía absolutamente nada para hacer. Cuando iba a preguntar si necesitaban ayuda con algo, me decían que no. La última gran tarea que recuerdo haber hecho fue vaciar, limpiar y reorganizar la biblioteca de la reina. Ella quería que dividiera la bibliografía de acuerdo a la temática; libros, por un lado, revistas por otro. Todo esto bajo el mando de su otra criada personal, Victoria. Ella era su secretaria ejecutiva, hacía los llamados, organizaba su agenda y, entre otras cosas, limpiaba y organizaba su biblioteca.

“Eso déjamelo a mí que yo me ocupo, no te preocupes”. Era de sus frases más recurrentes. Cada vez que le hacía una pregunta sobre cualquier cuestión laboral, ella quería ocuparse personalmente, me daba la sensación de que conocía a su ama mejor que nadie. Ella estaba en ese cargo desde que la reina asumió el trono. Pero más tarde vi que solo era miedo, un profundo terror que le tenía a la reina, nada de lo que hacía lo hacía sin pensar en ella. Desde la reproducción de listas de música hasta los destinos de papeles sueltos en la oficina. Ella sabía que acción emprender para no ofuscar a su señoría. Y ni siquiera de ese modo lograba calmarla muchas veces.

Por suerte pude darme cuenta del circulo vicioso en el que estaba inmerso, era el culto al funcionario, un sistema hiperpersonalista, en donde la adulación y el sometimiento estaban presentes. Sólo faltaban cuadros de mi jefa por el lugar. Era el culto al líder. Un fascismo enmascarado dentro de una institución que supuestamente tenía que velar por la efectiva vigencia de la Constitución Nacional.

-Ignacio, la doctora quiere que vayas a su despacho-

Fui caminando sin saber con qué podía llegar a salir, estaba tranquilo, porque cuando no haces nada, tampoco hay riesgos de hacer nada malo.

-Doctora, permiso-

-Siéntese, Ignacio-

-Mire, hemos decidido que vaya a trabajar al piso de arriba- El piso de arriba era una Dirección que se encargaba de capacitar a los empleados del organismo. Esta dirección estaba interinamente a cargo de su majestad.

-Necesito, Ignacio, que usted sea mis ojos y oídos allí arriba. Para lograr un buen funcionamiento necesito que me cuente todo lo que sucede, es un ambiente un tanto complicado. Va a encontrar un ambiente dividido, mucha quinta. Sin embargo, te vamos a poner con gente joven que, dentro de todo, trabaja bien. –

Ya si trabajaban era un logro inmenso, pensaba internamente.

En un momento de la conversación la reina dio lugar a su lacayo y prosecretario.

-Ignacio, la idea es que te adaptes al manejo de una plataforma digital que, por lo que pude averiguar, no presenta mayores complicaciones para manejar, vas a trabajar en el sector campus virtual, desde donde se organizan las capacitaciones a distancia. La idea es que la semana que viene se haga la mudanza y lleven todas tus cosas al tercer piso para que ya puedas empezar.

Este traslado lo tomé como algo positivo. De lo poco que sabía del misterioso tercer piso era que era un desfile de personas; muchos de ellos venían a pedir autorizaciones a la reina, que era la nueva jefa de esa dependencia desde hacía no más de dos meses. Todos los comentarios que oí del tercer piso eran negativos. Era un tipo de hacinamiento en donde confluían muchas personas en horarios dispares, sin una autoridad física en el lugar, lo que daba la posibilidad de gozar de anarquía laboral. Solo había ido una sola vez al tercero, en mi calidad de lacayo asistente. Fue idea de mi jefa para que vea como se aplica rigor a los empleados.

-Ignacio, venga. Acompáñeme al tercer piso. Así aprende. –

Si tenemos que hacer una analogía con el funcionamiento de la naturaleza, ella era la leona que salía a cazar para darle una lección a sus crías. Yo tenía que observar detenidamente sus palabras, sus gestos, la aplicación del rigor. Y vaya que lo vi. La reina ingreso al tercer piso con determinación; el lacayo principal, a su lado; el lacayo segundo, un paso atrás. El piso estaba desgastado, las paredes despintadas. Era un lugar deteriorado si lo comparábamos con el lujo y la higiene del templo budista, solo un piso por debajo.

-Qué tal como les va. ¿Usted con qué está? – Comenzó a inquirir la reina déspota a cada trabajador en su puesto de trabajo.

-Hola, doctora. Estoy con la carga de certificados en el sistema. Respondió una mujer de unos cincuenta años con el pelo corto a lo varón. –

-Muy bien, ¿y usted? Dijo dirigiéndose a una chica de unos 30 años con anteojos.

- Yo estoy preparando el curso de violencia de género que se abre la próxima semana, doctora.-

 Continuó indagando de esa manera con 4 empleados más que tuvieron la fortuna de decir algo coherente. Todos estaban haciendo algo útil, colaborando para una eficiente administración de justicia, velando por la plena vigencia de la Constitución Nacional, tal como se especifica en la ley orgánica del Ministerio Público Fiscal de la Nación. Yo estaba al lado, como un alcahuete.

La reina comenzó a exponer sus críticas. -Estos cables hay que organizarlos, no pueden estar así. Cualquiera que venga de afuera va a pensar que son unos sucios, hay que acomodarlos, Carlos-. Carlos era el ordenanza del tercer piso, un petiso canoso, de tez morena, que sólo decía sí ante los requerimientos de la fiscal, que continuaba descargando sus impresiones del lugar.

Una vez que dejamos el tercer piso, la doctora se acercó a mí y me dijo: -Ignacio, a veces para que las cosas funcionen hay que ser así. El rigor es un instrumento que un jefe tiene que aplicar para que las cosas funcionen, sino cualquiera haría lo que quisiera. –

-Sí, doctora. Lo entiendo perfectamente. – Respondí obsecuentemente.

No puedo negar que advertí un respeto inalterable hacia la autoridad que demostró tener. A su vez, me pareció algo que yo jamás podría hacer. Generar esa tensión en un grupo de trabajo me parecía la reacción contraria que debe provocar la presencia de una autoridad en la sede laboral. Pero no dejan de ser estilos de conducción. Otra vez, estaba en las antípodas de las formas de conducción de la reina. Sin embargo, ese era el motivo por el cual yo era lacayo y ella reina. Proyecté mi presencia en ese lugar, bajo la picante indagación de ella. ¿Qué hubiera pasado si en el año y medio que estuve con ella, venía a inquirirme para saber que labor estaba haciendo? Si hubiera recurrido a la honestidad brutal que todos tenemos guardada en nuestro interior, le hubiera dicho que nada, que en esa oficina escaseaba gravemente el trabajo, que estaba haciendo lo mismo que todos allí, nada. Incluida ella, que manejaba sus horarios, leía Infobae y tenía tres esclavos al pie del cañón para cumplirle todos sus deseos.

La Dirección de Capacitación era un antro en donde confluían múltiples personalidades y edades. Yo era la novedad. Carlos puso mi escritorio enfrentado a otros dos, con una pared amarilla vieja de fondo. Él fue la primera persona con la cual entablé conversación. Era un acérrimo defensor de la doctrina peronista. Era una máquina de hablar. Se notaba que estaba bajo régimen militar en su casa y que no tenía muchas posibilidades de hablar allí, por lo tanto, los mates matutinos eran el micrófono que le permitían hacer su unipersonal. Había poco feedback, la pelota no volvía, comenzaba a hablar de él y su vida y no había freno. A veces seguirle la conversación era complicado. En esta oficina había un poco más de trabajo que en el segundo piso, a pesar de no tener ninguna autoridad firme que estuviese supervisando nosotros teníamos que resolver consultas de otros colegas que se capacitaban a través de esta dirección. A pesar de ello, Carlos seguía hablando.

Después de dos horas de charla y mates, se disponía a iniciar su jornada laboral.

-Bueno, voy a sacar la basura. - Decía desperezándose en su silla, a través de un bostezo largo y prolongado.

Yo trabajaba codo a codo con Franca. Perfil bajo y brillante. Había estudiado en Di Tella becada. Tenía unos 35 años y era sumamente reservada; tal como ocurría con Martín, era un caso totalmente desperdiciado. Tenía un desempeño digno de elogio, era la empleada que resolvía y no complicaba, sabía de todo, pocas veces se equivocaba y siempre asesoraba a sus compañeros ante dudas y complicaciones que se presentaban. Sin embargo, tenía un cargo bajo en el escalafón cuando por mérito, debía ser autoridad de ese lugar. Muy metódica no sólo en su trabajo, sino también en su vida. Tomaba dos litros de agua por día para mantenerse hidratada, no bebía del dispenser comunitario que compartíamos entre todos porque era partidaria de la teoría de que la diversa calidad de aguas existía. Para ella el agua no era inodora e insípida. Por lo tanto, todos los días, alrededor de las 10am bajaba al chino a comprar su Villa del Sur de 2.25 lts.

Franca y Carlos fueron las personas con las que enseguida tuve una relación sostenida, el mate que yo preparaba era el motivo de unión laboral, la etapa matutina en donde nos conocíamos cada vez más. Mis mates ganaron fama por mi forma de cebar y preparar. Comparando con otros, el mío era un lujo. No podía entender como hacían para tomar esos mates asquerosos que lavaban con la primera cebada. No entendía como podían ser tan giles de hacer eso y desperdiciar yerba y agua. Mi escuela de preparación de los mates fueron mis amigos que estudiaban agronomía. Ellos cursaban jornadas de hasta 8 horas diarias en la Universidad y el mate los acompañaba en todo momento. Allí se convertían en gurúes. Aprendían toda la teoría de preparación, comenzaban a analizar los distintos tipos de yerba, el respeto a la inmovilidad de la bombilla (que siempre debía de ser de alpaca) que debía mantenerse fija durante toda la ceremonia, los tipos de mates que se aceptaban eran los de madera y calabaza; los de plástico, vedados. Para mí era algo normal preparar el mate de la forma que lo hacía, pero para estos porteños era toda una novedad.

En esta oficina estaban también los denominados “fiscalitos”. Hijos de fiscales acomodados que estaban allí hace tiempo. Uno de ellos era Rodrigo. Un músico que tenía una banda de rock en el conurbano y era el encargado de manejar la edición de todos los videos que se subían a la plataforma digital. Era un músico “de carrera” según sus propias palabras. Era un tano calentón, que siempre saltaba y se peleaba con todos, el famoso leche hervida. Ferviente defensor del liberalismo económico, libremercadista, en un lugar en donde mayoritariamente imperaba la idea de que la intervención estatal era lo mejor para el país. Siempre se embarcaba en discusiones eternas que nunca llegaban a buen puerto y se ponía colorado de la calentura que se agarraba. Me parecía una lástima que se pusiera así, no sabía lo que se perdía. Ser un tibio tiene múltiples ventajas. Permite conservar una calidad de vida prolongada al no involucrarse en discusiones que no llevan a ningún lado. Sobre todo porque sobre él no pesaba el destino de la política económica o social del país, sólo tenía que preocuparse de editar bien los videos.

La otra fiscalita era Loli. Una rubia hija de una fiscal. Había estudiado diseño pero nunca ejerció. Su madre le encontró un hueco y la metió en la gran familia judicial. Tenía una forma bastante particular de trabajar, era una chica amante de la estética, su escritorio parecía el de una adolescente de 15 años amante del color rosa. Era considerada hueca por muchos del piso. Ella no tenía conocimientos mínimos del funcionamiento de la oficina, ni de la actualidad. Tenía un departamento propio en Recoleta de tres ambientes, un auto 0km, todo ello en concepto de regalías familiares. Su abuelo era un pez gordo del banco central, una usina de dólares que administraba entre sus nietos la rúcula más deseada. Siempre acomodada, Loli era fan de Carlos Saúl, no completo su apellido por razones estrictamente supersticiosas. Pero era un fanatismo que no tenía un argumento, a ella le gustaba toda esa época de derroche y mal gusto. Sin dudas, su familia había sido beneficiada durante toda esa etapa. Ella, lo amaba.

 

 

 

 

 

La barrita de empleado estatal se estaba llenando; tomaba mate y comía bizcochitos a la mañana con mis compañeros mientras chequeábamos mails y escuchábamos música. Pero no se sentía nada mal, al contrario, éramos los responsables del piso. Sólo imaginen la desidia que residía en ese lugar, en donde los “más laburantes” eran esos, entre los que estaba yo.

Inmerso en esta anarquía laboral comienzan a vislumbrarse vestigios de una responsabilidad auto administrada; la posibilidad de faltar, de irse antes, de esquivar  la obligación sin que nadie te llame la atención; todo ello manejado exclusivamente por mí. Esa autoadministración de responsabilidad en el trabajo es tan importante como el manejo de la propia libertad individual, es una gran responsabilidad de la cual depende el funcionamiento y la salud de tu propia mente. La atrofia cerebral constituye una gran amenaza, la falta de ejercicio del cerebro. Por eso es clave ejercitar el cerebro, estoy convencido de que es un músculo más, se torna fundamental para pasar los días y vivir un presente feliz. Continué refugiándome en la lectura.

Leía con el objeto de escapar, era muy fácil caer ante los divagues de la mente que, con frecuencia, me llevaban al lugar común de sentirme un inútil, un ñoqui. Pero me antepuse con orgullo. Leía y trataba de cultivar el intelecto y de estar en contacto con la realidad para tener opinión formada en los temas de la agenda, en las circunstancias sociales que se presentaban por el momento. En la oficina había un gordito petiso, Ale. 58 años, oligarca judicial. Gay. Era una persona muy instruida, lector voraz y viajante empedernido. Puedo bautizarlo tranquilamente como un burgués acomodado con culpa de clase y discurso progresista por el hecho de comulgar con el gobierno que “impulsó” la sanción de la ley de matrimonio igualitario. No trabajaba desde hacía años, solo iba a almorzar a la oficina y no tenía funciones, vivía en un piso en San Telmo y solo se dedicaba a discutir de política y cultura en el trabajo, en una posición arrogante y radicalizada. Más allá de esas diferencias insalvables, era buen tipo, y nuestros puntos en común eran los viajes. Él me contaba de todos los lugares que había visitado; yo imaginaba y deseaba poder emularlo. Quería viajar. Y ese es otro privilegio que nos da el conservadurismo judicial. Tenemos 45 días para poder planear viajes. Y lo hice. Visité Estados Unidos, México, París, Barcelona; muy enriquecedor de hecho. Cultura, gastronomía y fútbol. Poco sexo, muchos amigos y familia.

Mirando para arriba no sé por qué llegue hasta acá y relaté todo esto. Me doy cuenta de que estoy en un sistema que funciona horriblemente mal, que gozamos burdamente de beneficios a costa de otras personas que apuestan, trabajan 8 horas y no tienen garantizado nada. Ese es el sistema del que formo parte, soy un simple chancho en un corral. Pero tengo ideas, tengo fuerza, y estoy dispuesto a crear algo grande que funcione bien, que se adapte moralmente a lo que necesitamos. Quiero un Estado profesional, ser un estandarte de una ciencia Estatal, que minimice daños y genere ingresos, que se acople al sector privado, que abogue por el crecimiento. Mientras, seguiré buscando cogollos de calidad para elucubrar y plasmar pensamientos constructivos al papel.

 

 

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